Comprensión lectora 6º
En casa, últimamente, pasaban cosas extrañas. El lunes se esfumó el cuadro del comedor; el miércoles la alfombra de la sala; el viernes solo quedaban cuatro platos soperos y, en el cajón de los cubiertos, cuatro tenedores, cuatro cucharas y cuatro cuchillos.
Yo quise preguntar a dónde habían ido a parar nuestras cosas, pero, cada vez que abría la boca, mamá y papá se
me adelantaban:
—Ahora no, Teresa, ¿no ves que estamos liados?
Llegué a la conclusión de que estaban vendiendo lo que no necesitábamos. El cuadro de la sala molaba, con sus caballos corriendo por el prado pero, al fin y al cabo, no era más que un cuadro: solo servía para adornar. La alfombra era calentita, daba gusto sentarse encima en invierno, pero en verano era un incordio y había que apretujarla en el altillo de un armario. Tampoco me pareció tan raro que vendiesen los platos que nos sobraban. Con tener uno para cada uno, y otro de repuesto para cuando viene a comer el abuelo…
Pero el sábado metieron la tele en una caja y, aunque papá y mamá seguían muy liados pensando en sus asuntos
importantes de padres, les obligué a escucharme:
—¿¡Es que también vendemos la tele!?
Me miraron mientras sujetaban la caja cada uno por un lado.
—¡Pero Teresa! —exclamó papá—. ¿Cómo se te ha ocurrido que estemos vendiendo nuestras cosas?
Se miraron otra vez y luego me dijeron:
—Teresa, nos mudamos.
Fue lo peor que podían haber dicho. Peor que: «Teresa, estás castigada sin jugar por siempre jamás». Igual de malo
que: «Teresa, mañana se acaba el mundo».
—Yo no me quiero mudar —protesté.
Pero ellos ya estaban otra vez empaquetando:
—Te va a encantar la casa nueva.
—Hay un parque enorme enfrente, con ardillas.
—Desde la ventana de tu habitación se ve el monte.
—Vas a ir a un colegio precioso.
Hablaban sin parar, y sin dejar de guardar cosas en cajas. Pero yo solo pillaba palabras sueltas: «casa», «ardillas»,
«monte», «colegio»... ¡«Colegio»!
—Yo no me quiero mudar —protesté otra vez.
Entonces sonó el timbre y entró como un tornado un señor forzudo, con un loro tatuado en el brazo.
—Señora, dígame por dónde empiezo a embalar —dijo el señor forzudo.
—Empiece usted por la cocina —contestó mamá—. Y dese prisa, por favor.
Antes de lo que tardo en contarlo, el hombre empaquetó los libros de recetas, la sopera y las banquetas mientras
yo, arrugada en una esquina, le veía trabajar.
—Mamá, yo no me quiero mudar —insistí, mientras ella envolvía sus figuritas de cristal en papel de periódico.
—Teresa, esto es cosa de mayores —dijo—. Luego hablamos.
—Pero mamá, es que yo no me quiero mudar.
—Luego, Teresa —me contestó papá—, ¿no ves que estamos liados?
Entonces entré en mi habitación. Quería defender mis cosas del señor forzudo, que era alto como una montaña. Y
fuerte, como para llevarse mi cama, mi armario y mi bici únicamente con la ayuda de su loro tatuado.
Como una peli a cámara rápida, guardó en un baúl mi ropa, mis puzles, mi balón de baloncesto y mi lámpara. Entonces dio una zancada hacia mi mesa. Corrí a interponerme entre él y mi bola del mundo pero el forzudo me levantó por los brazos, me dobló en cuatro y me empaquetó en el baúl. Entre mi abrigo y mi almohada.
Yo protesté, pero él estaba tan atareado que no me oyó. Tanta prisa tenía que no se dio cuenta de que yo era una
niña. Una de carne y hueso, no una de mis muñecas. En un estornudo, guardó mis libros, mi estuche de los lápices,
mi carpeta de anillas. Después cerró y el baúl se quedó oscuro como una cueva. Me entró miedo. Abracé mi
bola del mundo, que el señor forzudo me había colocado sobre la barriga, e intenté jugar a los viajes. Giro la bola,
cierro los ojos y la paro con un dedo. Luego abro los ojos y me imagino que viajo hacia ese sitio, dondequiera que
esté. A veces tardo mucho en llegar: tengo que coger el tren, luego un barco y después, lanzarme al mar y nadar un
rato, porque mi destino es una isla a donde no viaja nadie, porque es una isla desierta.
Pero dentro del baúl estaba oscuro, no podía ver en qué lugar paraba mi dedo el mundo.
De repente, sentí que nos balanceábamos y grité con todas mis fuerzas:
—¡Mamá! ¡Papá!
Esperé a que me contestasen pero solo oí el ruido del ascensor:
—¡Papá! ¡Mamá!
—Ahora no, Teresa —contestó papá—, ¿no ves que estamos ocupados?
Y su voz se oía lejos, cada vez más lejos.
El forzudo metió el baúl en el camión de la mudanza, arrancamos y me dio más miedo aún. Entonces abracé mi bola
del mundo y me imaginé que viajaba de polizona, en la barriga de un barco. Un viaje arriesgado, porque no tenía
comida, ni agua y no sabía cuánto tardaríamos en llegar a puerto. Apreté más los ojos y pensé en todos los peces
del fondo del mar, que se apartarían a nuestro paso. Y cómo la quilla peinaba el mar con raya al medio. Poco
después, me imaginé que dejábamos atrás los restos de un antiguo naufragio y decidí que, algún día, volvería para
echar un vistazo. Por fin sentí que el barco, digo, el camión de la mudanza, paraba.
Unos minutos después, nos balanceamos de nuevo, entramos en otro ascensor y, por fin, nos dejaron caer al suelo.
Como si hubiésemos encallado en la arena. Habíamos llegado a una isla remota, desconocida, desierta…
Al momento, la voz de mamá me hizo volver a la realidad:
—¿Dónde está Teresa?
Y la de papá:
—¿Usted no la ha visto? Estaba en su cuarto.
Y la del señor forzudo:
—Le aseguro que no había nadie en aquella habitación.
Durante un rato, todo fueron voces gritando mi nombre; abrir y cerrar de cajas; carreras lejos y cerca.
Yo iba a llamar:
—¡Mamá! ¡Aquí!
Pero estaba enfadada. Y no quería desembarcar en un sitio donde no había amigos, ni colegio, ni nada mío.
Dejé que me siguieran buscando un rato, hasta que pensé que no podía quedarme para siempre en mi baúl. Sin comida. Sin agua. Sin poder hacer pis.
—¡Mamá! ¡Papá! ¡Aquí!
Ellos no paraban de gritar:
—¡¿Dónde está Teresa?!
—¡Aquí! —repetía yo—. ¡En este baúl!
Por fin me oyeron, abrieron la tapa, me ayudaron a salir y me estiraron los brazos y las piernas. Se me habían quedado como las solapas de las cajas de cartón.
El señor forzudo, que ahora parecía más pequeño, no hacía otra cosa que pedirme perdón por su despiste. Que sentía no haberse dado cuenta de que fuese una niña de carne y hueso. Que nos descontaría un no se cuánto por ciento de su tarifa por «tan imperdonable error».
Papá y mamá no le escuchaban: solo querían asegurarse de que yo estaba sana y salva. Cuando se tranquilizaron,
nos sentamos en las cajas, aún sin desembalar.
—Yo no me quiero mudar.
Había repetido esa frase muchas veces, pero, esta última, nada más soltarlo, sentí una lágrima al borde del ojo. Intenté con todas mis fuerzas mantenerla a raya porque, ya se sabe, cuando se te escapa una lágrima, detrás van las demás. Como ovejas despeñándose por un barranco, se saltaron todas mis lágrimas, una detrás de otra:
—¿Por qué no me lo dijisteis? —pregunté, entre hipo e hipo.
—¡Ay Teresa! Estábamos tan liados… —repitió papá con voz triste.
Mamá me abrazó mientras me explicaba:
—Nos teníamos que mudar enseguida porque, ahora, papá trabaja en casa. Necesita una habitación donde instalar su mesa grande. Y, además, esta casa está más cerca de mi oficina, Teresa. Llegaré más temprano…
Pero yo ya no podía parar de llorar. Aquello no era justo:
—¿Y yo, qué? —protesté.
—Tú vas a ir a un colegio precioso, Teresa. Hasta tiene cancha de baloncesto.
Eso me hizo llorar más fuerte:
—¡Me gusta mi colegio!
Papá y mamá se levantaron sin decir nada más. Cenamos unos bocadillos de jamón de york, porque aún no teníamos cocina, y me metí en la cama con el último bocado en la boca, porque cuando lloro, me cuesta tragar.
Mi nueva habitación tiene las paredes color verde pistacho. Y es el doble de grande que la antigua y tengo una
ventana que da al parque… Pero yo solo podía pensar que habíamos desembarcado en la isla desierta, en lo lejos
que estarían mis amigos… Estaba tan triste, que no me fijé en la ardilla que me miraba desde una de las ramas
que rascan el cristal de mi ventana.
Al día siguiente, papá y mamá me esperaban en la cocina.
—¿Quieres una tostada? —me preguntó papá, después de un abrazo grande como la noria del parque de atracciones.
Nos sentamos a desayunar y mamá, entonces, me explicó:
—Teresa, papá y yo hemos hablado mucho esta noche.
Tienes razón: teníamos que haberte contado que nos íbamos a mudar. A ti, antes que a nadie. Estábamos tan liados
que se nos olvidó lo más importante.
Papá me puso delante mi plato de tostadas:
—¿Nos perdonas? —me preguntó.
—Sí, os perdono —contesté.
Porque, aunque hubiesen pasado de mí, papá y mamá me gustan…
Y añadí con la boca llena:
—¡Pero yo no quiero cambiar de colegio!
Se miraron.
—Teresa —empezó mamá— nosotros no podríamos llevarte.
—Y está un poco lejos para que vayas andando —añadió papá.
—Pero ya tengo ocho años —les recordé yo, por si se les había olvidado—, y Elena Gómez va siempre al colegio en bus, ¿por qué no puedo hacer lo mismo?
Se miraron otra vez.
—Por favor —insistí— yo no me quiero cambiar de colegio…
—Lo de que tienes ocho años también lo hemos hablado papá y yo… Ya eres una niña un poco mayor —dijo entonces mamá.
—Y sí, el cole está un poco lejos, pero, ¿para qué queremos el bus que para en la esquina? —añadió papá con una sonrisa de oreja a oreja— No creo que sean más de tres paradas hasta el colegio de siempre.
—Pero el primer día, iremos contigo —me avisó mamá, apuntándome con el dedo.
Entonces, de repente, la isla desierta se convirtió en «mi» isla desierta. Volví a la habitación color verde pistacho, que es mi preferido, y saqué la bola del mundo del baúl. La coloqué en la mesa, debajo de la ventana y entonces la
vi. Allí estaba la ardilla, comiendo piñones y saltando de una rama a otra. Pensé que a mis amigos les iba a gustar
mi nueva habitación.
Ahora cojo el bus para ir a mi colegio. Al cole de siempre.
El cuadro de los caballos ha vuelto al comedor y la alfombra al suelo de la sala. Los platos y los cubiertos están
en los cajones de la cocina nueva y el señor forzudo, que sigue haciendo mudanzas por la ciudad, se pasa por aquí
de vez en cuando:
—Es que le he cogido cariño a Teresa —dice.
Y me cuenta la historia del loro tatuado en su bíceps. Se llama Sir Arthur y antes de ser un dibujo, fue un loro de carne y hueso que alguien, sin pedir permiso, se trajo en un barco desde la selva tropical hasta Europa Occidental. Por suerte para Sir Arthur, cuando estaba a punto de morir de tristeza, lo adoptó el señor forzudo. Y en su brazo tatuado vive desde entonces.
Autora: Raquel Míguez
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