«Abenámar, Abenámar, moro de la morería, el día que tú naciste grandes señales había. Estaba la mar en calma, la luna estaba crecida; moro que en tal signo nace, no debe decir mentira.» Allí respondiera el moro, bien oiréis lo que decía: «No te la diré, señor, aunque me cueste la vida, porque soy hijo de un moro y una cristiana cautiva; siendo yo niño y muchacho mi madre me lo decía: que mentira no dijese, que era grande villanía: por tanto pregunta, rey, que la verdad te diría. «Yo te agradezco, Abenámar, aquesta tu cortesía. ¿Qué castillos son aquéllos? ¡Altos son y relucían!»
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«El Alhambra era, señor, y la otra la mezquita; los otros los Alijares, labrados a maravilla. El moro que los labraba cien doblas ganaba al día y el día que no los labra otras tantas se perdía. El otro es Generalife, huerta que par no tenía; el otro Torres Bermejas, castillo de gran valía.» Allí habló el rey don Juan, bien oiréis lo que decía: «Si tú quisieras, Granada, contigo me casaría; daréte en arras y dote a Córdoba y a Sevilla.» «Casada soy, rey don Juan, casada soy, que no viuda; el moro que a mí me tiene muy grande bien me quería.
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