Comprensión lectora 6º
–¡He dicho que no! ¡¡Y punto!!
Elías está acostumbrado. Sabe que esa es la frase con la que terminan todas las discusiones en casa. Hasta hace un
par de semanas, después de ese «y punto», pronunciado unos cuantos decibelios por encima de lo que se considera saludable, llegaban el portazo y el paseo hasta el parque dando patadas a las piedras, a alguna lata olvidada en
el suelo o a cualquier objeto que se cruce en su camino. Y jurando no volver. Pero desde que ha conocido a Noelia el
paseo termina en su portal y la sonrisa de anuncio con que ella lo recibe le hace olvidar que, una vez más, su padre se ha negado a escuchar siquiera sus razones.
Llega a casa de Noelia enfadado con el mundo. Más enfadado que otras veces. Intenta contarle lo que ha pasado,
cómo su padre se ha negado a escucharlo, pero ella no para de hablar de la nueva obra de teatro que está
ensayando con los compañeros de clase. Está realmente guapa cuando se emociona así. Habla a toda velocidad,
amontonando las palabras como si se le juntaran todas en la boca y salieran de allí a codazos. Elías suele perdonarle
que no le preste atención. Pero no hoy. Las palabras que ella escupe parecen clavársele en la piel a medida que
las pronuncia y nota cómo una parte oscura y remota de su cerebro, esa parte en la que nacen los gritos, empieza
a burbujear. Siente deseos de gritarle que se calle de una vez. En lugar de eso, se concentra en alinear piedrecitas
blancas sobre el murete del portal. Al llegar al borde del ladrillo, donde se acababa el muro, traza con las piedras
un curva para volver al inicio. Eso lo mantiene ocupado unos minutos más. Se para a comprobar su trabajo mirándolo como quien mira una obra de arte. Casi se le ha pasado el enfado y Noelia vuelve a resultarle tan guapa como al principio, pero entonces ella se acerca por el otro lado del murete, lo limpia con la mano en un gesto descuidado que destroza la línea blanca y se inclina para besarlo.
–¿Qué haces? –grita Elías.
Ella lo mira sorprendida, con el beso aún colgando de los labios.
–Eh, solo eran piedras.
–¿Piedras? ¿Solo piedras? –Elías levanta la voz y trata de imprimirle sarcasmo–. ¡¡Piedras!! ¡¡Ja!!
–Eh, tranquilo. Vamos. ¿Qué te pasa?
–Tú me pasas. ¡Tú y tu estúpido teatro! ¡¡Eso me pasa!!
–¿Pero por qué me gritas?
–¡No estoy gritando!
–¿Te estás oyendo? –Noelia se acerca más a él y baja la voz–. Sí estás gritando, Elías.
–¡He dicho que no! ¡¡Y punto!!
Emprende el camino a casa sin entender muy bien qué ha pasado. Eran solo piedras y a él no le importaban nada.
Había sentido deseos de gritar desde que había cerrado la puerta. Puede incluso que las burbujas del cerebro hubieran empezado a bullir unos segundos antes. Pero Noelia no se había ido, no había dado un portazo. Solo se había quedado allí, intentando hablar con él, tratando incluso de besarlo.
Abre la puerta y encuentra a su padre en el sofá, mirando la televisión. Por un momento se le cruza la imagen
de Noelia ofreciéndole los labios después de sus gritos y sonríe imaginando que él hiciera lo mismo. Sopla hacia su
flequillo como queriendo borrar esa imagen de allí donde se encuentre y saluda. Su padre responde con un “qué tal”
y él encoge los hombros. Le vibra el móvil en el bolsillo del pantalón y va a encerrarse en su cuarto.
Noelia le ha mandado un mensaje.
Teclea varias disculpas, pero las borra nada más escribirlas. No ha sido para tanto. Al final se decide por un: “Mal
día. Lo siento” con el que aplaca un poco su conciencia, pero casi antes de que termine de enviarlo, Noelia lo llama.
Oye a su padre cacharreando en la cocina, posible mente preparando la cena, cuando descuelga el teléfono.
Quiere saber si está bien, solo eso, y Elías le habla de la discusión con su padre, aunque en realidad ya lo ha olvidado, y le dice, sin llegar a disculparse, que ha sido de verdad un mal día.
–Pero no puedes pagar conmigo tus malos días.
–Venga, vamos a olvidarlo.
–Si me prometes que no vas a volver a gritarme así –dice Noelia tajante.
Y Elías nota cómo burbujea ese lugar de su cabeza donde nacen los gritos, quiere pararlo, pero la ebullición es más
fuerte que él y, mientras balbucea excusas, el tono de su voz sube hasta que Noelia cuelga el teléfono y él se queda
como un pasmarote, mirando su cara congestionada en el espejo. Lanza el teléfono contra la cama, sale al pasillo y
escucha a su padre en la cocina, que silba mientras cocina.
–No tengo hambre –le dice desde la puerta. Y vuelve a encerrarse en su cuarto sin escuchar la respuesta.
Por la mañana la cocina huele a tostadas y Elías casi se ha olvidado de los gritos de ayer. Seguro que Noelia también
los ha olvidado. Se va a sentar a desayunar cuando oye los pasos de su padre por el pasillo.
–Buenos días, hijo. Hoy iremos a ver a los abuelos.
–¿Hoy? ¿Tiene que ser hoy?
–Vamos, Elías, no empieces.
Elías abre la boca para contestar, pero imagina todo lo que viene después y siente una pereza horrible. Sale de la
cocina sin despedirse siquiera y antes de llegar a su cuarto escucha la voz de su padre:
–¡No me dejes con la palabra en la boca!
Cuando sale a la calle todavía le rebotan en la cabeza los gritos que han seguido a esa frase. Quiere golpear algo y, a falta de un saco de boxeo con el que cebarse, da patadas a todo lo que encuentra. Noelia lo espera sentada en el murete, sonriendo. Ha dibujado una línea blanca con las piedrecillas del suelo y se la muestra con mucho teatro,
como si presentara una novedad mundial o una gran obra mucho tiempo esperada. Sonríe y le dice que lo hicieron
mal, que mejor empiezan por el principio, pero a él no le hace gracia. De hecho, le parece un estupidez y se lo dice.
Se lo dice un poco más alto de lo que debería y ella contesta bajando la voz. Apenas puede oírla y eso lo enfada.
Le habla más alto y ella contesta cada vez más bajo hasta que tiene que acercarse a pocos centímetros de su cara
para escucharla. Las burbujas de su cabeza se agitan hasta que Noelia, pegada a su cara, con apenas el espacio
para un caramelo, saca la lengua y le roza la nariz.
–¡¡Bobo!! –le grita muy fuerte. Y antes de que pueda retirarse lo abraza. Y se ríe.
Elías quiere enfadarse, quiere gritarle, pero lo único que le sale de dentro, desde ese lugar oscuro en el fondo del cerebro donde nacen los peores insultos, es una carcajada. Le duele la tripa de reírse cuando emprende el camino a
casa, pero a medida que se acerca a su portal, empieza a dar patadas al aire casi sin darse cuenta. Para cuando gira
la llave ya no le queda ni rastro de la sonrisa. Coge aire antes de empujar la puerta.
–¿Qué tal? –dice su padre.
Encoge los hombros, pero no contesta.
–Elías…
Vuelve a coger aire y nota cómo ese lugar remoto del cerebro donde nacen los gritos empieza a calentarse. Y recuerda el lametón de Noelia, que apaciguó las burbujas como si de un helado sobre chocolate caliente se tratase.
–Tienes muchas más tardes para ver a tus amigos.
–Es que no me has preguntado si tenía planes –dice Elías, unos decibelios por debajo de lo normal.
–¡No seas crío!
–Un crío con planes, papá. –La voz de Elías apenas se escucha más allá de la mesa de la cocina.
–¡¡Planes!! ¡¿Qué es tan importante?!
–Solo que me hubieras preguntado. –Lo dice casi sin mover los labios, para que no pueda leerlos.
–¡¡Habla más alto!!
–Cuando tú hables más bajo. – Esta vez Elías duda incluso si lo ha pronunciado y contempla divertido cómo su padre
frunce el ceño. El chocolate de su cabeza ha fundido el helado, o tal vez ha sido al revés, y ahora es una mezcla
dulce y templada. Noelia se sentiría orgullosa.
–¡¡¿De qué te ríes ahora?!! –La cara del padre está roja, como a punto de estallar.
Elías lo gira cogiéndolo por los hombros, para que se vea reflejado en el cristal de la ventana.
–Hemos empezado mal, papá –le dice. E imagina las burbujas indecisas en su cerebro–. ¿Qué tal si lo negociamos?
Y lo dice en un tono de voz con los decibelios justos, ni uno más ni uno menos. Y se sopla el flequillo para airear esa parte ya no tan oscura del cerebro en la que nacen los gritos.
Autora: Esperanza Fabregat
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